jueves, 23 de julio de 2009

Acerca de los Kirchner

Por Marcos Aguinis

No es bueno hacer leña del tronco caído, suelen decir los sabios. Pero en la Argentina hierve esa tentación. Néstor Kirchner se ha obstinado en provocar tanto daño a nuestra institucionalidad para mantener su hegemonía, que resulta difícil contener la catarata de fobia que ya suscita su sola presencia. Ahora es necesario mantenerse atentos contra los embates ciegos que nazcan de su rabia. La Argentina necesita gobernabilidad, paz interior y medidas consensuadas para hacer frente a los monumentales problemas que se alzarán en el futuro próximo.

Para ordenar el cúmulo de temas que inspira la severa derrota sufrida por el oficialismo y las consecuencias que colorean el horizonte, empezaré por el protagonista central de la batalla que tuvo lugar en el reciente comicio: Kirchner.

Es un hombre que apareció en la política pocos años después de haberse recuperado la democracia. Antes había tenido una pálida e irrelevante participación en los movimientos de la izquierda comandada por Montoneros y luego se escondió en la remota Santa Cruz con su reciente título de abogado para hacer fortuna mediante la ejecución de hipotecas. Como es sabido, la ejecución de hipotecas suele terminar con el arrebato de heladeras, muebles y hasta casas de quienes no pueden pagar sus deudas. Ahí no funcionan los principios de la clemencia ni de la justicia social. Lo acompañó en este trabajo su esposa Cristina Fernández. Para evitar cualquier riesgo –o quizás por oportunismo- jamás firmó él ni ella un solo habeas corpus para defender a alguien perseguido por la dictadura, y esto marca una notable diferencia con numerosos profesionales que en aquel tiempo se jugaron la vida en favor de sus semejantes. Además, cultivó buenas relaciones con los oficiales destacados en Río Gallegos, lo cual no implica delito, sino un asombroso contraste con el odio que luego lo invadió contra todos los uniformados y hasta la misma institución nacional de las Fuerzas Armadas.

Se convirtió en un hombre muy rico. Le importaba aumentar de forma contínua su patrimonio. Se le arraigó la cultura de la especulación y nunca entendió la cultura de la producción. Para él uno acumula cuando quita algo a otro, no cuando invierte, pierde, vuelve a invertir, suda, persevera y obtiene finalmente una ganancia. Se le consolidó una incomprensión ciega hacia el campo –que no conoce- y todo tipo de producción vinculada con el riesgo y la limpia competencia –que jamás practicó.

Fue intendente y más adelante gobernador. Como gobernador desarrolló todos los males que reproduciría en mayor escala como Presidente. Recuerdo que antes de asumir fue publicado un artículo de investigación periódística sobre "El feudo de Santa Cruz". Ahí se denunciaba el autoritarismo desembozado de Kirchner y su voracidad por el poder absoluto. Había modificado la Constitución provincial para llegar a ocupar el sitial de gobernador durante tres períodos seguidos. Cuando le entregó el mando a su sucesor, porque debía partir hacia la Capital Federal como Presidente, dijo que "le prestaba" la provincia. Es un chiste y, como todo chiste –lo sabemos desde Freud- carece de inocencia. Modificó el Tribunal Supremo para que no le condicionara sus caprichos. Manipuló a la prensa. Hizo difícil la vida de los opositores. Convirtió a su esposa en senadora de la Nación. Y zalameó a Carlos Menem como "el mejor Presidente argentino" para obtener sus favores. Hacia el ocaso de Menem empezó a manifestar, junto con Cristina, cierto aire diferencial, con la vista puesta en los nuevos y aún inciertos tiempos que se venían. Ese artículo de investigación molestó mucho al matrimonio, que no estaba acostumbrado a recibir críticas y jamás se había mirado en el espejo.

Como Presidente aumentó su tendencia a la crueldad y el arrebato. Abofeteó a diestra y siniestra. No hubo casi sector que no recibiese sus agravios: inversores extranjeros, Fuerzas Armadas, jueces, periodistas y medios de comunicación, empresarios nacionales, políticos opositores. Sólo se cuidó con los sindicatos. Y pretendió convertirse en el adalid de los Derechos Humanos mediante la alianza con figuras lamentables como Hebe de Bonafini y la persecución excluyente de militares, sin ocuparse de los delitos de lesa humanidad realizados por organizaciones terroristas, como determina la Corte Penal Internacional. En síntesis, creció exacerbando el odio entre los argentinos, un mal de larga tradición que había comenzado a ceder a partir del Preámbulo constitucional que recitó Alfonsín en su campaña y los esfuerzos por ajusticiar sólo a los principales responsables de la tragedia vivida por nuestro país, con el deseo de llegar a un nuevo Acuerdo de San Nicolás (que se adelantó en un siglo a los Pactos de la Moncloa). El objetivo era poner las máximas energías en el futuro, no en el pasado. Kirchner, a la inversa, procuró que vivamos en el pasado, cargándonos de resentimiento e insatisfacción, para mandarnos con su omnipotente voluntad. Y mantenernos ciegos ante el futuro. Por eso jamás expresó un sueño sobre la Argentina ni puso en marcha ninguna política de Estado.

Consiguió transformarse en la figura central del país. Llegó a ser casi un rey absolutista, para quien no hay diferencias entre su persona, el Estado y el gobierno. Jamás reunió al gabinete, ni respondió a preguntas de la prensa, ni dialogó distendido con nadie que pensara de otra forma. Manipuló directa e indirectamente a la prensa , que quedó prisionera de la pauta publicitaria oficial; logró que amigos obsecuentes se adueñasen de diarios, revistas, radios y canales de TV. Creó el "capitalismo de amigos" mediante privilegios a quienes estaban dispuestos a ser sus socios, o cómplices, o testaferros, o donantes. Compró diputados, como el sonado asunto de la "borocotizació n". Marginó al peronismo para ensayar la transversalidad y luego, al percibir su fracaso, se apoderó del partido, aunque ya no era el partido de otros tiempos. Tuvo la desfachatez de designar su sucesor en la Presidencia de la Nación como si viviésemos en una monarquía, sin siquiera simular algo parecido a una elección interna. Y esa designación traía el pecado del más arcaico nepotismo. Convirtió a la Argentina en un país desconfiable y oscilante. Que en la Cumbre de las Américas ayudó a la fabricación de una Anti-cumbre comandada por el monigote de Hugo Chávez. Se rodeó de funcionarios corruptos. Transformó al Consejo de la Magistratura en el patíbulo donde se degollaría a jueces y fiscales que se atreviesen a juzgar los desaguisados del gobierno. Hubo escándalos en cadena que no se esclarecen: los cientos de millones de los fondos de Santa Cruz aún sumidos en el misterio, el caso Skanska, los maletines de Antonini Wilson para la campaña de Cristina, el bolso de la ministra de Economía, los negocios de Jaime, los negocios de De Vido, los negocios del juego, las irregulares compras de tierra en el Calafate, y otros numerosos asuntos que deberían ser motivo de serias investigaciones y sanción.

Por fin, llegamos a los recientes comicios parlamentarios. Insisto: parlamentarios. Pero Kirchner quiso hacer de ellos un plebiscito que le inyectara más fuerza a su autoritarismo insaciable. Con el propósito de saltearse la atmósfera negativa que reinará en el segundo semestre de este año por el aumento de la inflación y el descalabro financiero que padecerán todas la provincias, él decidió efectuarlas seis meses antes. Pero, además, se le ocurrió una idea que será incorporada al Libro Guinness de los hechos extraordinarios: las candidaturas testimoniales. Asombroso. Es un agravio no sólo a la Constitución, sino el principio más antiguo del acto comicial. Se trata de un absurdo irrefutable que alguien se presente como candidato para un cargo público, que deberá ser refrendado por el pueblo, con el propósito de no asumirlo. Cosa semejante no se ha visto en el mundo. Es propio de un sainete. El sainete en que Kirchner convirtió a estas elecciones para ganar a toda costa. Inclusive obligó al gobernador de la provincia de Buenos Aires, la más poblada del país, a violar un artículo de su misma constitución, cosa que en un país serio alguna vez deberá ser debidamente castigada. Si Kirchner pudo cometer semejante mamarracho con el gobernador, no iba de dejar de exigirle la misma desvergüenza a los intendentes, forzándolos a ser también candidatos testimoniales.

Pese al "clientelismo" que llevó a su pináculo con regalos, inauguraciones y re-inauguraciones, besos a cualquier humano o cosa que se le pusiera delante, forzar su risa, sonrisa y tono de voz sereno tan lejanos de su carácter, ¡perdió en todas partes! No sólo en la provincia de Buenos Aires, el único reducto que le permitiría presentarse como ganador aunque se le esfumase la mayoría en el Congreso, sino en su natal Santa Cruz. Pero una ofensa mayor se la abofetearon los intendentes a quienes había exigido presentarse como testimoniales, porque hubo demasiados cortes de boleta en la que los ciudadanos perdonaban el pecado de los intendentes, pero no quisieron votar por Kirchner. Ya corren rumores de que en el mismo Hotel donde esperaba los resultados, su mentalidad paranoide comenzó a calificarlos de traidores. Gritaba enfurecido y ordenó apagar el aire acondicionado para que se fuese la prensa, porque no quería hablar. Lograron ranquilizarlo un poco y hacerle entender que debía hablar, aunque ya eran más de las 2 de la madrugada. Su discurso amargo fue aceptable. Y prometió ayudar a la gobernabilidad. No dijo, claro, que esa gobernabilidad dependerá de un cambio de estilo: respeto, diálogo y consenso.

Pese a su derrota, Néstor Kirchner será diputado de la Nación. Si aún queda un poco de racionalidad en la filas del peronismo (ahora más dividido que nunca), es difícil que lo conviertan en jefe del bloque oficialista. Seguro que habrá tironeos y muchos sobornos en danza para conseguirlo. Pero quizás esa primera minoría, pese a maniobras de todo color, sufra pronto numerosas deserciones. La lealtad peronista sólo dura mientras dura el poder de un determinado jefe. Cuando ese jefe es cambiado por otro, se produce un acelerado reacomodamiento. ¿Acaso en los ´90 no eran todos menemistas? ¿Acaso después no fueron duhaldistas?

La ciudadanía debe contribuir a la paz interior. No dejarse seducir por llamados a la violencia, vengan de donde vengan. Es necesario que enfrentemos los problemas que nos deja la gestión kichnerista con la esperanza de poder superarlos. La nueva composicion del Congreso tiene el deber moral de reencauzar la República hacia los caminos que la hicieron grande. Con estímulos a la productividad, con ideas oxigenadas, con verdadero patriotismo.

(De la "Revista Noticias")

lunes, 20 de julio de 2009

Argentina y lo nuestro

Por Carlos Alberto Montaner

Hay millones de argentinos derrotados por la crisis que expresan su frustración de una manera sorprendente. “Vivamos -afirman– con lo nuestro”. Eso quiere decir renunciar a competir y a tratar de formar parte de ese primer mundo tenso y difícil que demanda ciertos comportamientos disciplinados. Estos argentinos, golpeados por los “corralitos” y por la recesión, y estafados por los políticos, odian la globalización. Para ellos el mejor destino posible, dadas las deficiencias nacionales y las circunstancias internacionales, es vivir de la feracidad sin límites de la pampa húmeda, criar ganado, retomar cierto pasado supuestamente bucólico y tranquilo y desarrollarse hacia adentro. Con “lo nuestro” y “para lo nuestro”. Para ellos es obvio que la Argentina no puede mantener el ritmo de la complejidad creciente que exige la “modernidad”, ese horizonte, como todos, lejano e inalcanzable.

El problema radica, primero, en que eso no es posible, y, segundo, en que se trata de una propuesta basada en una falacia. No se puede “tibetanizar” a la Argentina. La Argentina no es un país singular y extraño colgado en un rincón inaccesible del planeta sino un segmento importante de Occidente. Pero la paradoja mayor viene ahora: todo lo grande y meritorio que observamos en la historia de ese país es la consecuencia de su pertenencia a Occidente y de los vínculos con el mundo más desarrollado.

En 1853, cuando comienza el periodo más brillante de la Argentina, la reforma política y la Constitución que Juan Bautista Alberdi prescribe en sus Bases son, en esencia, el producto de la lectura inteligente de John Locke y de los constitucionalistas ingleses y estadounidenses. Las ideas pedagógicas que luego Domingo F. Sarmiento pone en marcha son, fundamentalmente, las del norteamericano Horace Mann. El bellísimo Buenos Aires que entonces comienza a brotar y fluye durante siete gloriosas décadas de progreso, creando, junto a Nueva York, la gran ciudad del hemisferio americano, se inspira en la reforma de París dirigida por el barón de Haussmann.

Es cierto que la Argentina dio un salto económico gigantesco en los últimos veinte años del siglo XIX y los primeros treinta del XX, pero ese “milagro económico” ¿no se debió en gran medida a los capitales y el know-how británicos, con sus trenes, sus barcos frigoríficos y la sabia política migratoria nacional que les abrió las puertas a millones de europeos impulsados por el laborioso “fuego del inmigrante”? ¿No fue esa etapa de gran crecimiento la de la economía abierta, exportadora y simultáneamente hospitalaria con las inversiones extranjeras? ¿No fue gracias a aquella “globalización” que la Argentina se convirtió en un gigante económico?

La Argentina fue grande cuando supo imitar las ideas y las conductas correctas que circulaban en Occidente. Y luego comenzó a declinar cuando, a partir de los años treinta, tras el golpe contra Hipólito Irigoyen, de manera creciente se abrieron paso al corporativismo, el nacionalismo autoritario y el militarismo, es decir, cuando copiaron la mala influencia del socialismo de derecha o fascismo. La Argentina se convirtió en una de las diez naciones más avanzadas y ricas del planeta durante el periodo en que la sociedad civil era el principal agente creador de riqueza, y empezó a caer, cuesta abajo en la rodada, cuando el Estado, caprichosamente administrado por gobernantes corruptos, afectados por el mesianismo y por un suicida desprecio a Occidente, pasó a ser el centro dispensador de privilegios, convirtiéndose en un foco de clientelismo y de derroche de los siempre escasos recursos nacionales. El hundimiento comenzó, simplemente, cuando el país pujante y admirable de 1853 a 1930, por las razones que fueren, segregó un Estado incompetente y manirroto que acabó por arruinar al conjunto de la sociedad.

Pero el error está en pensar que esa situación es irreversible. Por supuesto que no lo es. La Argentina sigue poseyendo las riquezas naturales y el capital humano que, en su momento, colocaron al país en el pelotón de avanzada del mundo desarrollado. ¿Qué le falta? Le falta el capital cívico: una masa crítica de ciudadanos capaces de entender que la prosperidad y la convivencia armónica van parejas a ciertas formas de comportarse. ¿Cuáles? Las de las veinte democracias ejemplares del planeta, llámese Suecia, Suiza o Canadá, pues los tres países son variantes de economías de mercado insertadas en Estados en los que se respetan los derechos humanos, incluido el de poseer bienes con carácter privado.

A principios del siglo XX nadie censuraba que la Argentina se guiase por los modelos punteros de la época. Inglaterra, Alemania, Estados Unidos. Ese camino es el que tiene que volver a tomar a principios del siglo XXI: aferrarse al primer mundo como un náufrago a un salvavidas y olvidarse de “lo nuestro”, porque eso, sencillamente, no existe.

(Extraído de “Las columnas de la libertad” de Carlos Alberto Montaner – Editorial Edhasa – Buenos Aires 2007)

Prestamistas internacionales (FMI, BM)

Algo que vale la pena explicar: el verdadero papel del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial en las crisis económicas del tercer mundo. Sencillamente, la izquierda festiva y la derecha demagógica, embarcadas en un absurdo discurso contra la globalización, creen y juran que estos organismos financieros internacionales son los responsables de las penurias que padecen los países pobres. Los culpan de aumentar los impuestos, cobrar intereses por los préstamos y de imponer “programas de ajuste” que reducen sustancialmente las obras públicas y el “gasto social”.

Tienen razón, pero poca, y la poca que tienen no sirve de nada. Estos prestamistas planetarios surgieron tras la Segunda Guerra para evitar el colapso de las naciones prisioneras de una inflación que destruía el valor de sus monedas y les impedía hacerles frente a sus obligaciones. Fueron creados por recomendación de Lord Keynes, quien había vivido el desastre financiero ocurrido a Alemania tras la Primera Guerra y el crack del 29.

Los economistas de esa primera mitad del siglo XX habían aprendido que a veces bastaba con que un país de tamaño regular entrara en crisis para que se produjera una reacción en cadena que empobrecía súbitamente al conjunto de las naciones del globo. Era importante ayudar a los países que afrontaban esta clase de problemas. No sólo se trataba de solidaridad sino de un mecanismo colectivo de defensa propia.

¿Por qué quebraban ciertos Estados? En esencia, les ocurría exactamente igual que a las personas: gastaban mucho más de lo que producían y se endeudaban hasta unos niveles insoportables. Desesperados, los gobiernos comenzaban a imprimir más moneda sin un aumento paralelo de la producción, lo que desataba la consecuente hiperinflación: la catástrofe estaba servida. ¿Cómo ayudarlos a salir de esa situación? Por supuesto, prestándoles dinero, pero ese préstamo sólo tenía sentido si se corregían las causas que originaban la bancarrota: era indispensable equilibrar los ingresos y los gastos. ¿Cómo? Sólo hay tres maneras: aumentar la producción, reducir los gastos o añadir presión fiscal. Esto es, cobrar más impuestos.

Obviamente, lo ideal es aumentar la producción, pero eso puede ser un proceso relativamente lento y complejo, mientras este tipo de crisis financiera se acelera a una pasmosa velocidad. No hay pues otra opción que aplicar un enérgico torniquete para detener la hemorragia. Y eso incluye privatizar empresas públicas arruinadas, abandonar momentáneamente las obras de infraestructura más costosas, eliminar absurdos controles de precios que distorsionan el conjunto de la economía, establecer auditorías externas para frenar la corrupción y cancelar los subsidios. Y si esas medidas no son suficientes, eso incluye cobrar más impuestos para equilibrar las cuentas del Estado. Es decir, exactamente lo contrario de lo que postula la alegre tribu populista, esos tenaces fabricantes de miseria, empeñados en gastar lo que no tienen hasta destruir el proceso de capitalización, pulverizar a las clases medias y matar de hambre a los más pobres, pues los pudientes saben como navegar (y medrar) en medio de esas tormentas.

¿Qué pretenden estos insaciables tercermundistas? ¿Qué las siete grandes economías del planeta –principales accionistas del FMI y del BM- tiren su dinero a un pozo sin fondo sin ni siquiera intentar corregir las raíces del problema? ¿Para qué? ¿Para repetir la crisis veinticuatro meses más tarde? ¿De dónde creen los enemigos de la globalización –por llamarlos de algún modo- que sale ese dinero? Sale del bolsillo de los trabajadores de las naciones más prósperas, todas ellas Estados democráticos en los que los políticos tienen que dar cuenta de sus actos.

Y lo que está sucediendo es que aumenta ostensiblemente la presión para limitar o prohibir los préstamos a las naciones empeñadas en administrar estúpidamente sus escasos recursos. ¿Para qué – se preguntan- darle a Rusia cantidades enormes de dinero? ¿Para enriquecer a unas cuantas docenas de ladrones? ¿Para qué otorgarle cuarenta mil millones de dólares a Indonesia? ¿Para que mantengan una economía centralizada y corrupta?

Desde el fin de la Segunda Guerra el mundo ha conocido unos niveles de prosperidad desconocidos por la especie humana. No todas las naciones se han beneficiado de esta era de desarrollo sostenido de la misma manera. Las nuestras en América Latina han tenido un desempeño relativamente mediocre por insistir en la vieja cultura populista o revolucionaria, como suelen decir en esos pagos. No sería justo atribuir los éxitos de este medio siglo a la existencia de los prestamistas planetarios –que a veces han equivocado sus recetas- pero no hay duda de que algo han contribuido a la estabilidad económica y al sosiego político. No es, por supuesto, la gallina de los huevos de oro. Pero matarla no le ha de convenir a nadie.

(Extraído de “Las columnas de la libertad” de Carlos Alberto Montaner – Editorial Edhasa – Buenos Aires 2007)


miércoles, 15 de julio de 2009

¡ Pobre patria mía !

Por Marcos Aguinis

Venimos soportando un lustro de perpetua confrontación, desprecio, venganza, inequidad, abuso y grosería, sin advertir que nuestro país resucitó de la casi muerte que lo invadió a fines de 2001. En 2002, gracias a inesperados vientos de popa, más algunas medidas oportunas como la devaluación (hecha con defectos), el Diálogo Argentino y subsidios que debían ser transitorios (pero se convirtieron en un cáncer), las cosas mejoraron.

El “yuyito” de la soja completó el milagro. Pero tomó el poder un autoritario y rencoroso Kirchner que llevó adelante una política errática, de pelea, de odio y expulsión de capitales. Creó una Kaja sometedora y corrupta, violó las instituciones, se mofó del poder judicial, jibarizó el Congreso, saboteó el desarrollo de los partidos políticos e hizo trizas la estructura federal. Puso trabas a las exportaciones que dañaron por mucho tiempo la credibilidad de los mercados y le hizo perder al país reservas de petróleo y gas como nunca en su historia, pese a haber gobernado una provincia que vivía de las regalías producidas por esos bienes.

Su espíritu destructor fue disimulado por la transitoria bonanza económica: los electrodomésticos se podían comprar en 24 cuotas sin intereses y llegó un tsunami turístico atraído por la devaluación que había realizado Duhalde. Algunos, alarmados por la agresividad de Néstor, pensaron que bastaría con cambiar un populismo rústico y maleducado por otro más elegante. Pero no se daban cuenta de que jamás sería suficiente, mientras no se respetaran sin concesiones la Constitución y todas las leyes que contribuyen a la estabilidad jurídica.

Tampoco será suficiente mientras no se ponga límites al Ejecutivo, cosa que no ocurre desde hace tiempo. Parecemos la Inglaterra anterior a su Revolución gloriosa en 1688, cuando se establecieron las bases de una democracia en serio basada en los límites del rey y se desataron las fuerzas creadoras de una sociedad libre y más segura, volcada a la producción.

Nunca el matrimonio K entendió que el mundo es una inmensa oportunidad, donde nuestros productos serían devorados con fruición. Que no daríamos a basto. Nunca entendió que se deben respetar los derechos de la propiedad privada porque, al revés de lo que suponía el desubicado Proudhon, constituyen la raíz de la riqueza y un estímulo al respeto por el otro y por uno mismo. Aristóteles demostró que “lo que es de todos, no es de nadie”. La carencia de jerarquía de la propiedad privada permite el ingreso de la depredación. El famoso “modelo K”, todavía oscuro, por lo menos deja entrever que ama la depredación.

Para atraer el inmenso ahorro argentino depositado en el extranjero y convencer a nuestros ciudadanos de que paren de fugar sus ganancias no hace falta la varita del mago Merlín. Sólo bastaría con leyes claras, sensatas, estables y confiables. Y un acatamiento irrestricto a la Constitución. Los impuestos deben bajar hasta convertirse en tributos racionales, sin la actual mentira de la “coparticipación federal”.

Los salarios deberían ajustarse a la productividad de cada empresa, como se hace en los países inteligentes: a más ganancias, todos ganan más, desde el gerente hasta el portero. A menos ganancias, todos ganan menos, desde el gerente hasta el portero. De esa forma los mismos trabajadores, capataces y gerentes se estimulan entre sí para cumplir sus roles, entrenarse y acceder a un mejor nivel de vida.

Debería realizarse una profunda reforma del Estado para que deje de ser una máquina de impedir, llena de funcionarios incapaces y aburridos, con una solución efectiva para la viveza criolla de ese ente llamado “ñoqui”, tan costoso y estéril. Es preciso volver al brillo, a la calidad y a la buena remuneración de quienes transitan la carrera de la Administración Pública. Los políticos vienen y van, pero los funcionarios de carrera son quienes garantizan la continuidad de las políticas de Estado y quienes estarían mejor armados para impedir los zafarranchos de los delirantes que ingresan y pretenden comenzar de cero poniéndose una corona de laureles antes de merecerla.

(De “¡Pobre patria mía!” de Marcos Aguinis – Editorial Sudamericana SA – Abril-2009)

Factores que favorecen y que atrasan el progreso

Por Mariano Grondona

Una tipología cultural del desarrollo económico: Cuando el ciclo que se inicia con el trabajo y culmina en la reinversión ha dado algún fruto y la gente se siente más rica, puede sentirse inclinada a trabajar menos. Por otra parte, el consumo puede crecer a un ritmo que reduzca el superávit, de modo que el desarrollo se convierta en enriquecimiento. Además, incluso si el superávit aumenta, la Nación puede decidir no convertirlo en inversión productiva. Puede, en cambio, gastarlo en esas prioridades ante las que las naciones suelen sucumbir, como son los monumentos a sus líderes, las guerras para adquirir prestigio, los planes de asistencia social utópicos o la corrupción descarada. Las naciones pueden, asimismo, verse tentadas a preservar su etapa de desarrollo mediante estrategias proteccionistas o políticas que desalienten los emprendimientos y las inversiones.

Cada vez que aparece una tentación crucial, el país puede evitarla o caer en ella. Así, podemos definir el proceso de desarrollo económico como una secuencia interminable de decisiones favorecedoras de la inversión, la competencia y la innovación que se toman siempre que se presenta la tentación de apartarse del rumbo. Sólo las naciones que cuentan con un sistema de valores tendiente a resistir la tentación en la toma de decisiones son capaces de lograr un desarrollo rápido y sostenido.

¿Porqué una nación va a tener que seguir actuando como si fuera pobre una vez alcanzada la riqueza? La revolución del desarrollo económico se produce cuando la gente sigue trabajando, compitiendo, invirtiendo e innovando, incluso cuando ya no lo necesita para ser rica. Esto es posible sólo cuando los valores que se persiguen, que promueven la prosperidad, no se disipan con la llegada de la prosperidad.

Pero los valores intrínsecos para el desarrollo sostenido, aunque sean no económicos, no deben ser antieconómicos. Deben ser no económicos y pro económicos al mismo tiempo. Al ser no económicos, no se agotarán con el éxito económico; al ser pro económicos, impulsarán sin cesar el proceso de acumulación.

La paradoja del desarrollo económico es que los valores económicos no son suficientes para garantizarlo. El desarrollo económico es demasiado importante como para confiárselo exclusivamente a los valores económicos. Los valores que una nación acepta o descuida pertenecen al campo cultural. Podemos decir, entonces, que el desarrollo económico es un proceso cultural.

Factores culturales en oposición

Religión: Allí donde predomina la religión publicana (católica, por ejemplo) el desarrollo económico será difícil porque los pobres se sentirán justificados en su pobreza y los ricos estarán incómodos porque se verán como pecadores. Por el contrario, los ricos, en las religiones farisaicas (protestantismo), celebran su éxito como prueba de la gracia de Dios, y los pobres contemplan su condición como condena divina. Tanto ricos como pobres tienen un fuerte incentivo para mejorar su condición mediante la acumulación y la inversión.

Confianza en el individuo: El motor principal del desarrollo económico es el trabajo y la creatividad de los individuos. Lo que los induce a esforzarse e inventar es el clima de libertad que les permite controlar su propio destino. Si los individuos sienten que otros son responsables de ellos, su esfuerzo decae. Si los demás les dicen qué tienen que pensar y en qué tienen que creer, la consecuencia es la pérdida de la motivación y la creatividad, o bien la elección entre sometimiento o rebelión. No obstante, ni la sumisión ni la rebelión generan desarrollo. La sumisión deja a la sociedad sin innovadores, y la rebelión desvía las energías del esfuerzo constructivo a la resistencia, sembrando obstáculos y destrucción.
Confiar en el individuo, tener fe en el individuo, es uno de los elementos de un sistema de valores que favorecen el desarrollo.

El imperativo moral: Existen tres niveles básicos de moralidad. El más elevado es el altruismo y la abnegación: la moralidad de los santos y de los mártires. El más bajo es la delincuencia: el desprecio por los derechos ajenos y la ley. La moralidad intermedia es lo que Raymond Aron llama “egoísmo razonable”: el individuo se comporta de una manera que no es santa pero tampoco delincuente, y busca razonablemente su propio bienestar dentro de los límites de la responsabilidad y la ley.

Dos conceptos de riqueza: En las sociedades en las que se resisten al desarrollo, la riqueza, por sobre todo, consiste en lo que existe; en las sociedades que lo favorecen, la riqueza, por sobre todo, consiste en lo que todavía no existe. En el mundo subdesarrollado, la riqueza principal reside en la tierra y lo que de ella se deriva. En el mundo desarrollado, la riqueza principal reside en los prometedores procesos de innovación.
En las colonias británicas de América del Norte, las tierras deshabitadas estaban a disposición de quienes querían trabajarlas. En las colonias españolas y portuguesas del sur, la Corona reclamaba todas las tierras para sí. Desde el comienzo, la riqueza perteneció a aquellos que ostentaban el poder. De ahí que la riqueza no provino del trabajo sino de la capacidad de obtener el favor del rey.

Dos puntos de vista sobre la competencia: La necesidad de competir para alcanzar la riqueza y excelencia caracteriza a las sociedades que favorecen el desarrollo, no sólo en lo económico sino en todos los ámbitos de la sociedad. La competencia es esencial para el éxito de la empresa, el político, el intelectual, el profesional. En las sociedades que rechazan el desarrollo, se condena la competencia como forma de agresión. Lo que se supone que debe sustituirla es la solidaridad, la lealtad y la cooperación. La competencia entre empresas es reemplazada por el corporativismo. Las políticas giran en torno al caudillo, y la vida intelectual tiene que adaptarse al dogma establecido. La competencia se admite sólo en los deportes. En las sociedades que no favorecen el desarrollo, los puntos de vista negativos sobre la competencia reflejan la legitimación de la envidia y la igualdad utópica. Aunque esas sociedad critican la competencia y ensalzan la cooperación, ésta suele ser menos frecuente allí que en las sociedades “competitivas”. De hecho, se puede decir que la competencia es una forma de cooperación en la que ambos competidores se benefician del hecho de verse obligados a dar lo mejor de sí, como en los deportes. La competencia alimenta la democracia, el capitalismo y el disenso.

Dos nociones de justicia: En las sociedades resistentes, la justicia distributiva se ocupan de los que están vivos ahora –un hincapié en el presente que también se refleja en la tendencia a consumir en vez de ahorrar. La sociedad favorable tiende a definir la justicia distributiva como aquella que también abarca los intereses de las generaciones futuras. En dichas sociedades, la propensión a consumir suele ser menor y la tendencia a ahorrar, mayor.

El valor del trabajo: El trabajo no es muy valorado en las sociedades que rechazan el progreso, y esto refleja una corriente filosófica que se retrotrae a los griegos. El empresario es sospechoso, pero el obrero un poco menos porque tiene que trabajar para sobrevivir. En la cima de la escalera del prestigio están los intelectuales, los artistas, los políticos, los líderes religiosos, los líderes militares. Una escala similar de prestigio caracterizó al cristianismo hasta la Reforma. Sin embargo, como observó Max Weber, la Reforma, y en especial la interpretación que el calvinismo hizo de ella, invirtió la escala de prestigio, consagrando la ética del trabajo.

El tiempo: Hay cuatro categorías de tiempo: el pasado, el presente, el futuro inmediato y el futuro lejano. Las sociedades avanzadas ponen sus ojos en el futuro próximo; el único marco temporal que puede controlarse o planificarse. La característica de las culturas tradicionales es la exaltación del pasado. Cuando la cultura tradicional se centra en el futuro, lo hace en el futuro distante, escatológico.

Autoridad: En las sociedades racionales, el poder reside en la ley. Cuando se ha establecido la supremacía de la ley, la sociedad funciona según la racionalidad atribuida al cosmos. En las sociedades rechazantes, la autoridad del príncipe, del caudillo o del Estado es similar a la de un Dios irascible e impredecible.

La visión del mundo: En la cultura progresista, la vida es algo que yo voy a hacer que suceda: soy el protagonista. En la cultura resistente, la vida es algo que me sucede; debo resignarme a ella.

(De “La cultura es lo que importa” de Samuel P. Huntington, Lawrence E. Harrison y colaboradores – Grupo Editorial Planeta SAIC – Buenos Aires 2001)


martes, 14 de julio de 2009

Así somos...y así nos va

El desarrollo económico como meta deseada: El querer lograr una meta no se da por satisfecho con sólo decirlo. Se necesitan conductas concretas que, siendo funcionales a la obtención del objetivo, nos permitan decir que realmente lo queremos. Decir que queremos tener un Mercedes Benz, pero conformarnos con los patrones de trabajo y de productividad que nos arrojan resultados compatibles con un Fiat 600 no es querer un Mercedes Benz. Querer es hacer cosas compatibles con la obtención de la meta querida. Donde sea lea «no quiero hacer esas cosas», debe leerse «no quiero la meta».

Sistema ético: La laxitud ética tampoco es amiga del desarrollo económico. El relativismo y la sensación de que todo da más o menos lo mismo, atentan contra las bases más elementales de la justicia, y en un clima injusto el desarrollo no sucede. El desarrollo económico requiere un imperio inicial del sentido del bien por sobre el mal.

Actitud hacia el trabajo: Alberdi ya detectaba lo que él llamaba «pauperismo mental» como un serio enemigo cultural de su proyecto de Constitución de 1853. El temor era bien simple: si una mayoría decisiva de argentinos «compraba» el discurso de que los individuos no son capaces por sí de buscar su felicidad y su realización en la vida, serían presa fácil de los demagogos que les vendieron paquetes «llave en mano» de vida resuelta a cambio de su esclavitud política y económica. Desgraciadamente, ese miedo alberdiano ha sido verificado.

Constancia: La capacidad de los argentinos para mantener una constante y repiqueteante actitud de acumulación que perdure en el tiempo no alcanza los niveles necesarios para que el desarrollo se produzca. Tenemos una constante tendencia a comenzar. Nos gustan los amaneceres, pero no la seguidilla de días. Nos gusta la novedad, pero no el esfuerzo rutinario. Confundimos «inauguración» con «innovación».

Responsabilidad propia: Como país, la tendencia a buscar en el afuera las causas de nuestra pobre performance han alcanzado incluso el nivel de la elaboración de teorías socioeconómicas que buscan encontrar un responsable. Así, la «teoría de la dependencia», la del «deterioro de los términos del intercambio», la del «imperialismo yanqui» son algunas de las que se han elaborado con base intelectual para tratar de encontrar un justificativo racional al misterio argentino.

Preferencia del individuo o de lo colectivo: La preeminencia valorativa de lo colectivo por sobre lo individual, anula el desarrollo económico. Si se cree que una superestructura colectiva debe controlar los movimientos individuales para que nadie asome la cabeza por sobre un nivel teóricamente «tolerado», lo que se conseguirá será pobreza, miseria e indignidad.
El miedo -o la envidia- de ver a algunos argentinos creciendo (y diferenciándose de los demás) más rápido que otros, nos ha llevado a aceptar la sujeción a esta estructura colectiva (el Estado) que es la única a la que le reconocemos la capacidad de enriquecerse a nuestra costa, a cambio de que nuestro vecino no lo haga a una velocidad mayor que la nuestra.

Reparos hacia “lo grande”: Es por demás común en la Argentina soslayar el valor de lo grande. Es muy evidente, por ejemplo, cómo en los discursos públicos de los dirigentes se eluden las referencias a las «grandes empresas» y cuando no les queda otro remedio que referirse a las empresas lo hacen con la aclaración de que hablan de las «pequeñas y medianas».
La vocación por el pensamiento pequeño es muy notoria en la Argentina de hoy. La preferencia por lo «modesto» contrasta con la grandilocuencia de lo que el argentino se cree de sí mismo y de lo que en él observara Ortega y Gasset hace casi ochenta años.

El aniquilamiento de los sueños: Resulta, francamente, increíble que los pobres creyeran que un sistema que venía a dar vuelta su historia de miseria (el liberalismo de la Constitución) fuera su enemigo y, por el contrario, fuera un aliado de los ricos. Esta claro que creyeran eso era del mayor interés del Estado y de los burócratas porque, mientras lo creyeran, ellos seguirían haciendo negocios con los ricos y tirando migajas de limosna a los pobres para hundirlos en su creencia de que, sin ellos, morirían de hambre.

Un ejemplo vale más que mil palabras: Pues bien, ¿por qué creyeron que a una actitud fuerte y represiva contra los que se apoderan de los espacios públicos le seguiría un castigo de la sociedad en las urnas? La respuesta a esta pregunta es obvia: porque el gobierno cree –no sin razón- que una mayoría social, a pesar de que no comparte los métodos extremos de los piqueteros, tiene en común con ellos un pensamiento de base. Esa convicción cultural de la sociedad es la que explica no sólo la actitud del gobierno frente a estos hechos, sino también porqué el país se encuentra en la situación de miseria y decadencia que lo acompaña hace 80 años. ¿Cuál es ese convencimiento?: que la riqueza es un concepto estático, finito y a la que se accede por apoderamiento. La riqueza, para la sociedad argentina, no es el fruto de la generación, ni su creación es infinita, ni su titularidad inestable. El resultado de la riqueza, para la enorme mayoría de los argentinos, es un juego de suma cero: lo que no tiene uno, lo tiene otro; la razón por la que a algunos les faltan cosas es porque esas cosas las tienen otros; el camino para que los que no tienen tengan es sacarle a los que tienen lo que tienen.

Dos tipos de moral: Si los hombres comunes cargan con la culpa inconsciente de que, si piensan en sí mismos, están traicionando el ideal colectivamente demandado, es obvio que menguarán sus esfuerzos para mejorar individualmente su condición. La suma de millones de hombres renunciando a mejorar individualmente porque lo consideran moralmente negativo, priva al desarrollo de su mejor motor.
Las sociedades que tienen esta convicción intentarán reemplazar el motor individual del desarrollo por uno colectivo. Así, depositarán en una superestructura las responsabilidades de armar desde arriba un conjunto de condiciones que mejoren el nivel de vida de todos sin atentar contra el imperativo moral de la abnegación.

La democracia de masas: La diferencia entre el mundo civilizado y la Argentina es que el primero venció ese fenómeno (nazifascismo) y la Argentina lo adoptó con fervor. La derrota del nazifascismo europeo encontró aquí una segunda oportunidad para implementar un esquema devaluado del vencido en la guerra. Así, el valor del individuo fue reemplazado por el del “hombre masa” argentino movido por instintos y pasiones, alejado de la razón y del entendimiento. Obviamente, ese proceso fue estimulado desde el poder que no vaciló en apelar a los más bajos sentimientos para reinar a fuerza de la división y el odio.
Esta nueva “colonia” –copia del esquema español del Virreinato- prohibió, en la práctica, la actividad individual y la aventura personal de vivir de acuerdo al plan de vida de cada uno. El Estado pasó a ser el diseñador directo o indirecto del plan de vida de todos. La disposición constitucional del derecho a ejercer toda industria lícita fue removida, de hecho, por la transformación en ilegal de un sinnúmero de actividades cuyo ejercicio pasó a ser monopolio del Estado.

Peligro que ocasiona el abuso del concepto de justicia distributiva: Intentar una explicación económica del delito por la vía de justificar (o explicar) la delincuencia como una especie de consecuencia lógica de la pobreza puede llevar a la sociedad a experimentar hechos constantes de desasosiego al encontrar los delincuentes casi una licencia sociológica que justificaría y explicaría su accionar.
Este peligro se ha verificado y profundizado en la Argentina de los últimos años. Una extendida ola de explicadores profesionales de la delincuencia han deslizado la idea de que la sociedad injusta ha marginado a los pobres y que éstos han salido a la calle, cargados con armas y municiones, para arrancar lo que creen que otros le privaron de disfrutar. Acto seguido, casi justifican ese accionar como la consecuencia de situaciones sociales de privaciones que parecerían justificar el robo, el asesinato, el secuestro y hasta la violación. Para estos “cráneos”, esas acciones vendrían a “equiparar los tantos” de una Justicia Divina a la que se ha desconocido.


(De "Así somos...y así nos va" de Carlos Mira - Ediciones B Argentina SA - Bs.As. 2006)

Contracultura


Contracultura: La contracultura alcanza su culminación en la contrapedagogía. Llamo así al conjunto de ideas que, en forma directa e indirecta, contribuyen al debilitamiento de la función que considero primordial en la pedagogía, que es la transmisión del saber, de la cultura y de los mecanismos que hacen posible su renovación, en un sentido que apunte a una mayor calidad de los productos y a una mayor elevación del espíritu.

Educación: El hecho es que, con la óptica de la educación permanente y en el presente estado del saber humano, cada vez constituye un abuso mayor del término dar al enseñante el nombre de maestro, cualquiera que sea el sentido que se le dé a la palabra entre sus múltiples acepciones. Está claro que los enseñantes tienen cada vez menos como tarea única el inculcar conocimientos, y cada vez más el papel de despertar el pensamiento. El enseñante, al lado de sus tareas tradicionales, está llamado a convertirse cada día más en un consejero, un interlocutor; más bien la persona que ayuda a buscar en común los argumentos contradictorios, que la que posee las verdades prefabricadas; deberá dedicar más tiempo y energías a las actividades productivas y creadoras: interacción, discusión, comprensión y estímulo.

Si se pretende con esto dejar en manos del alumno la selección de temas, métodos y vías de confirmación o refutación, esperando que llegue por sus propios medios a descubrir todo el saber científico acumulado durante dos mil años, desde el teorema de Pitágoras hasta las teorías modernas de la constitución de la materia y de la genética, entonces se producirá una decadencia generalizada en la transmisión de la cultura y en poco tiempo la humanidad volverá, en el mejor de los casos, a la beatífica armonía de la era pre-industrial, en las cuales las relaciones de dominación se hallaban sólidamente establecidas.

Me parece que una de las principales tareas del enseñante actual consiste en idear las formas adecuadas para transmitir una mayor y más compleja masa de información a una gran cantidad de gente. Este problema no se resuelve con animadores sonrientes y felices que «ayuden a buscar en común los argumentos contradictorios». Con el método de los animadores sonrientes la cantidad de información que se logrará transmitir será cada vez menor y la educación marchará hacia atrás.

Igualitarismo a ultranza: Una de las consecuencias más desopilantes de la ideología activista-creativista-anticonsumista es la pretensión de suprimir por medio de consignas revolucionarias ciertas diferencias objetivas que la realidad se empeña en mantener. En términos generales, esta pretensión se puede describir diciendo que se aspira a suprimir las diferencias entre el emisor y el receptor de un mensaje, entre el maestro y el alumno, entre el estimulador y el estimulado, advirtiendo que todas estas diferencias están basadas en la relación dominante-dominado. El grado de penetración de esta ideología “igualitarista” y borradora de diferencias es enorme.

Se les pide a los docentes que se limiten a “estimular” a los alumnos para que éstos planteen y resuelvan los problemas, como si todo fuera cuestión de resolver problemas, como si no se necesitara el contacto directo con las grandes obras de la cultura, y como si fuera posible que los alumnos llegaran siquiera a sospechar la existencia de los problemas más interesantes y fecundos sin haber adquirido previamente una formación sólida que ningún espontaneísmo puede proveer, aunque se empleen los más maravillosos estímulos.

Entronización del narcisismo y desestabilización de las democracias occidentales: Parece que estas democracias se van a caracterizar, en la última década del segundo milenio, por un snobismo permisivo que las colocará al borde de la autodisolución. Parte de este snobismo consiste en fomentar hasta la insensatez la “creatividad” de cualquier cosa, la “expresión personal” de cualquier tontería. Los psicólogos del permisivismo suponen que, de este modo, se alivian las presiones autoritarias que esclavizan al individuo.

La contrapartida de esta supuesta lucha contra un autoritarismo que, en las democracias occidentales, hace rato que perdió los dientes y las uñas, es el ascenso del protagonismo personal a todo trance, hasta llegar al más desesperado narcisismo: cada uno quiere ser creador, investigador, autónomo, autodidacto, emancipado de la tutela de las academias, de las escuelas y de los maestros. Se marcha así, bajo el estandarte de la liberación social y personal, hacia un neo-individualismo patológico que, por su carácter eminentemente contracultural, amenaza desde fuera y desde dentro la estabilidad de las democracias occidentales.

Autocomplacencia: Si alguna vez se discuten o se mencionan las grandes obras de la cultura, se lo hace únicamente con el objeto de valorar el sentimiento espontáneo que aquéllas producen en el espíritu del que se detiene a contemplarlas. Igualar mis modestas reacciones con las del experto es un acto de arrogancia y de autocomplacencia característico de la contracultura, que de este modo contribuye a la formación de espíritus soberbios y consentidos.

El todo vale: La doctrina del todo vale ha resultado ser un excelente caldo de cultivo para la mediocridad. Seres minúsculos pero audaces, que no están dotados para desarrollar tarea alguna en la que haga falta un mínimo de talento, pasan por creadores originales y reciben honores, cuando no también dinero. Si se proclaman pintores o escultores (a esta altura es más o menos lo mismo) se dedican a exhibir objetos seleccionados en un basural y arrancan alaridos de aprobación de los críticos vanguardistas, mientras el público calla por temor a recibir una calificación intelectual denigrante.

La dilución de las culpas: Uno de los argumentos favoritos de los ideólogos de la desestructuración en el ámbito de la justicia, consiste en afirmar que el delincuente no es el verdadero culpable, sino que siempre hay alguien detrás de él, alguien más poderoso y en consecuencia perteneciente a clases sociales más altas, y además detrás de éste hay otro, y finalmente se llega a la estructura social propiamente dicha. Así, la culpabilidad del delincuente se diluye en el océano de un orden social supuestamente injusto.

(De "Cultura y contracultura" de Jorge Bosch - Emecé Editores - Bs.As 1992)

El síndrome argentino

Los economistas sabemos los perjuicios que generan en la economía las regulaciones, los precios máximos y mínimos, el ataque a la propiedad privada, etc. Todo eso lo sabemos. Lo que no sabemos es porqué los gobiernos establecen este tipo de medidas que son perjudiciales para el crecimiento económico. Dicho en otras palabras, los economistas podemos formular pronósticos sobre el resultado de ciertas políticas que adoptan los gobiernos, lo que nos falta explicar es por qué se aplican esas medidas. Qué es lo que lleva a los políticos a adoptar políticas económicas que conducen al fracaso y, en nuestro caso particular, por qué han insistido en el fracaso tanto gobiernos militares como civiles.

De tanto pensar en pequeño hemos hecho de la Argentina un país pequeño. Un país para unos pocos privilegiados. Esos pocos privilegiados son los dirigentes políticos que usufructúan el poder que les otorga el monopolio del Estado, empresarios prebendarios y dirigentes sindicales. El resto de la población sale todos los días a la calle a tratar de ganarse el sustento para su familia. Trata de ingeniárselas para vivir.

Para que Argentina mejore tenemos que pensar en grande, es decir, pensar en que podemos hacer un país que le brinde a los argentinos un marco en el que puedan desarrollar su capacidad de innovación. Pensar en grande es eliminar todas las trabas que hoy existen para que la gente tenga el deseo de innovar, invertir, arriesgar en nuevos negocios.

Nuestro país ha caído en manos de una cultura del resentimiento, impulsada por progresistas y populistas, quienes han hecho creer a la gente que ellos son los que tienen el monopolio de la bondad y que todo aquél que logra progresar lo consigue sólo exprimiendo a la población.

Argentina cuenta a su favor con una gran cantidad de recursos naturales. No tenemos que construir un país en medio del desierto o sin petróleo, gas ni campos para la actividad agropecuaria. Disponemos de una buena base para salir rápidamente adelante. Lo que tenemos que lograr es poner en funcionamiento toda la energía productiva de nuestros compatriotas reconstruyendo las instituciones que destruyeron décadas de políticos ineptos y corruptos. Que quede bien en claro: nuestra crisis es fundamentalmente institucional, de reglas del juego.


Por Roberto Cachanosky (De "El síndrome argentino" Ediciones B Argentina SA. Bs.As. 2006)