lunes, 20 de julio de 2009

Prestamistas internacionales (FMI, BM)

Algo que vale la pena explicar: el verdadero papel del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial en las crisis económicas del tercer mundo. Sencillamente, la izquierda festiva y la derecha demagógica, embarcadas en un absurdo discurso contra la globalización, creen y juran que estos organismos financieros internacionales son los responsables de las penurias que padecen los países pobres. Los culpan de aumentar los impuestos, cobrar intereses por los préstamos y de imponer “programas de ajuste” que reducen sustancialmente las obras públicas y el “gasto social”.

Tienen razón, pero poca, y la poca que tienen no sirve de nada. Estos prestamistas planetarios surgieron tras la Segunda Guerra para evitar el colapso de las naciones prisioneras de una inflación que destruía el valor de sus monedas y les impedía hacerles frente a sus obligaciones. Fueron creados por recomendación de Lord Keynes, quien había vivido el desastre financiero ocurrido a Alemania tras la Primera Guerra y el crack del 29.

Los economistas de esa primera mitad del siglo XX habían aprendido que a veces bastaba con que un país de tamaño regular entrara en crisis para que se produjera una reacción en cadena que empobrecía súbitamente al conjunto de las naciones del globo. Era importante ayudar a los países que afrontaban esta clase de problemas. No sólo se trataba de solidaridad sino de un mecanismo colectivo de defensa propia.

¿Por qué quebraban ciertos Estados? En esencia, les ocurría exactamente igual que a las personas: gastaban mucho más de lo que producían y se endeudaban hasta unos niveles insoportables. Desesperados, los gobiernos comenzaban a imprimir más moneda sin un aumento paralelo de la producción, lo que desataba la consecuente hiperinflación: la catástrofe estaba servida. ¿Cómo ayudarlos a salir de esa situación? Por supuesto, prestándoles dinero, pero ese préstamo sólo tenía sentido si se corregían las causas que originaban la bancarrota: era indispensable equilibrar los ingresos y los gastos. ¿Cómo? Sólo hay tres maneras: aumentar la producción, reducir los gastos o añadir presión fiscal. Esto es, cobrar más impuestos.

Obviamente, lo ideal es aumentar la producción, pero eso puede ser un proceso relativamente lento y complejo, mientras este tipo de crisis financiera se acelera a una pasmosa velocidad. No hay pues otra opción que aplicar un enérgico torniquete para detener la hemorragia. Y eso incluye privatizar empresas públicas arruinadas, abandonar momentáneamente las obras de infraestructura más costosas, eliminar absurdos controles de precios que distorsionan el conjunto de la economía, establecer auditorías externas para frenar la corrupción y cancelar los subsidios. Y si esas medidas no son suficientes, eso incluye cobrar más impuestos para equilibrar las cuentas del Estado. Es decir, exactamente lo contrario de lo que postula la alegre tribu populista, esos tenaces fabricantes de miseria, empeñados en gastar lo que no tienen hasta destruir el proceso de capitalización, pulverizar a las clases medias y matar de hambre a los más pobres, pues los pudientes saben como navegar (y medrar) en medio de esas tormentas.

¿Qué pretenden estos insaciables tercermundistas? ¿Qué las siete grandes economías del planeta –principales accionistas del FMI y del BM- tiren su dinero a un pozo sin fondo sin ni siquiera intentar corregir las raíces del problema? ¿Para qué? ¿Para repetir la crisis veinticuatro meses más tarde? ¿De dónde creen los enemigos de la globalización –por llamarlos de algún modo- que sale ese dinero? Sale del bolsillo de los trabajadores de las naciones más prósperas, todas ellas Estados democráticos en los que los políticos tienen que dar cuenta de sus actos.

Y lo que está sucediendo es que aumenta ostensiblemente la presión para limitar o prohibir los préstamos a las naciones empeñadas en administrar estúpidamente sus escasos recursos. ¿Para qué – se preguntan- darle a Rusia cantidades enormes de dinero? ¿Para enriquecer a unas cuantas docenas de ladrones? ¿Para qué otorgarle cuarenta mil millones de dólares a Indonesia? ¿Para que mantengan una economía centralizada y corrupta?

Desde el fin de la Segunda Guerra el mundo ha conocido unos niveles de prosperidad desconocidos por la especie humana. No todas las naciones se han beneficiado de esta era de desarrollo sostenido de la misma manera. Las nuestras en América Latina han tenido un desempeño relativamente mediocre por insistir en la vieja cultura populista o revolucionaria, como suelen decir en esos pagos. No sería justo atribuir los éxitos de este medio siglo a la existencia de los prestamistas planetarios –que a veces han equivocado sus recetas- pero no hay duda de que algo han contribuido a la estabilidad económica y al sosiego político. No es, por supuesto, la gallina de los huevos de oro. Pero matarla no le ha de convenir a nadie.

(Extraído de “Las columnas de la libertad” de Carlos Alberto Montaner – Editorial Edhasa – Buenos Aires 2007)


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